Durante el segundo mandato presidencial de Sebastián Piñera (2018-2022), Chile vivió una de las más extensas jornadas de movilización nacional de que se tenga memoria. En días previos a la llamada revuelta popular (15 de octubre de 2019), los estudiantes secundarios salieron a las calles a protestar por el alza del pasaje del transporte público. Se tomaron sus colegios, aplicaron la desobediencia civil como forma de resistencia contra el Estado y evadieron el pasaje del transporte público (Metro y autobús). Bajo la consigna no son 30 pesos, son 30 años los estudiantes impulsaron este nuevo ciclo de movilizaciones, al cual se sumaron otras organizaciones sociales y estudiantiles, que respaldaron la jornada de protestas empujada por los estudiantes.
Lo que comenzó como una molestia estudiantil contra el alza del billete de transporte público, con el paso de las semanas se convirtió en la expresión de un malestar más profundo, que tuvo como foco de crítica al sistema político, económico y social (Quitral, 2012; Quitral, 2019). Con el paso de los días esta molestia se convirtió en una gran desobediencia civil nacional, cuestión que dio forma a la revuelta popular. El día 18 de octubre de 2019 las protestas comenzaron en Santiago de Chile, pero luego se sumaron las ciudades de Iquique, Concepción, Temuco, Puerto Montt, entre otras, las cuales se extendieron por más 5 meses en todo Chile.
Pese a que se pueda pensar que estas manifestaciones fueron sorpresivas, antes de la revuelta de octubre Chile tuvo lugar un ciclo de movilizaciones de largo aliento (con flujos y reflujos), el cual situamos entre 2001 y 2018. Se trató de un ciclo de movilizaciones previas con gran participación de los estudiantes, pero también con la irrupción del movimiento mapuche y de movimientos de tipo ambientalista. Estos movimientos expusieron la situación de crisis del sistema político y social del país, convirtiendo sus demandas en variables de movilización.
Cuando hacemos alusión a procesos previos de movilización social, nos referimos a una serie de acciones colectivas desplegadas al interior del sistema político por actores movilizados, cuya intención es acercar sus demandas hacia grupos sociales no movilizados, acrecentar los marcos de confrontación política y actualizar sus repertorios de acción colectiva. En el caso de la revuelta popular de octubre, estas movilizaciones se instalaron como un antecedente generacional importante, pues creemos que los participantes poseían una trayectoria política interesante, la cual conviene rastrear en investigaciones futuras.
Durante ese espacio de 17 años de movilizaciones, las protestas en Chile aumentaron en frecuencia, diversidad e intensidad (Delamaza et al., 2017; Medel y Somma, 2016). A estos procesos de movilización previa se sumaron escándalos de corrupción, colusión y financiamiento ilegal de la política (casos SQM y Penta) que mermaron la credibilidad de las élites políticas, junto a un sostenido aumento del endeudamiento de las familias chilenas en áreas sensibles como la educación (Saldaña y Pineda, 2019). A su vez, a este cuadro complejo del sistema político y social chileno se agrega una baja participación política ciudadana, condición que restó legitimidad como espacio de vehiculización y solución de conflictos sociales (Bargsted et al., 2019).
Conviene aclarar que estas manifestaciones no sucedieron de manera espontánea ni menos de manera aislada, sino que en concordancia con el ciclo de movilizaciones ocurridas en Chile antes de la revuelta de octubre. Podemos señalar que la aparición de las protestas es una derivación de las movilizaciones convocadas por los estudiantes y por otros movimientos sociales de similares características (Braun y Koopmans, 2010).
Un elemento para destacar de las movilizaciones del 18 de octubre de 2019 se refiere a las acciones desplegadas por los actores movilizados. Entre estas podemos destacar las marchas por las principales calles de la ciudad, el enfrentamiento con la policía (acción directa), cortes de calles y de rutas de las principales entradas a la ciudad de Santiago y en el resto del país. Se usó el espacio público como forma de visibilización del malestar, se derribaron algunas figuras militares y colonialistas en señal de ruptura con una historia escrita por los vencedores y por la élite, y las figuras del encapuchado o del cara de polera se transformaron en actores revalorizados por los manifestantes.
Otra de las cuestiones llamativas de la revuelta popular es que no tuvo una conducción central. Los principales manifestantes fueron jóvenes profesionales y desde un comienzo hubo presencia de estudiantes secundarios, actores relevantes en los ciclos de movilización. Otro factor destacado en este proceso dice relación con el rol de los partidos políticos, los cuales estuvieron aislados de las manifestaciones, pues no tuvieron la capacidad de liderar este nuevo ciclo de movilizaciones y sus banderas fueron reemplazadas, en general, por la bandera del pueblo mapuche. La ausencia de liderazgos reconocibles y el alejamiento de los partidos como referente principal de estas movilizaciones se condice con la crisis de representatividad del sistema político, lo que hace de la revuelta popular un interesante objeto de estudio. Millones de personas salieron a las calles a manifestar su descontento con el proyecto neoliberal instalado en dictadura, que lejos de ser una vía real de mejora para la vidas de las personas, se constituyó en un ambicioso ideario político-económico para un grupo reducido de personas.
La sociedad chilena hizo patente un malestar acumulado por años y dio cuenta del daño producido por la élite empresarial y política de este país. La fuerza iconoclasta expresada en ese octubre rojo fue la muestra fehaciente de una sociedad esperanzada de conseguir mayores y mejores derechos sociales, así como también de aspirar a mayor dignidad para todos y para todas en este mal llamado oasis regional. Ese movimiento, en apariencia inorgánico, pero con una masividad comparada con los movimientos estudiantiles de 2006 y 2011, fue capaz de desorientar a una clase política desconectada totalmente de la realidad social, que golpeaba duramente a las clases medias y a la clase trabajadora.
La revuelta popular abrió el camino para desamarrarnos del legado autoritario de la dictadura encabezada por Pinochet y su mal llamado modelo económico, expresando en las calles de Santiago y de todo Chile en un sentimiento de alegría, indignación, sueños y utopía colectiva. Fueron movilizaciones empujadas por generaciones de jóvenes que no tenían nada que perder, pero mucho que ganar, las cuales se transformaron en la principal imagen de un Chile invisibilizado por los grupos de poder. Uno de los tantos resultados de meses de movilización fue la apertura de un proceso de cambio de la Constitución de Pinochet, que por estos días se ha tomado el debate y la discusión pública. Muchas temáticas se han puesto tensión, como Estado y plurinacionalidad, la reorganización del sistema judicial y el rediseño de un nuevo tipo de régimen político para Chile. En este punto la discusión apunta a si Chile debe transitar hacia un sistema semipresidencial o instalar un sistema parlamentario.
Pero al margen de este debate, lo concreto es que el presidencialismo presenta varios inconvenientes, como que los mecanismos de poder con que cuentan los presidentes estimularían comportamientos proclives a posturas autoritarias o de hiperpresidencialismo, situación que fortalece la identidad de gobiernos divididos. Además, los sistemas presidenciales no cuentan con mecanismos políticos adecuados para manejar situaciones de crisis institucionales relativamente importantes, considerándose entonces que el semipresidencialismo sería una buena alternativa de gobierno. Las razones para optar por un semipresidencialismo son variadas, como por ejemplo que funciona con base en un poder compartido, donde el presidente se divide el poder con un primer ministro, debiendo este cargo conseguir continuamente apoyo parlamentario. Bajo el semipresidencialismo el juego democrático se torna mucho más interesante, ya que el primer ministro se ve en la obligación de entenderse con el Parlamento para dar cierta estabilidad al gobierno, en circunstancias que bajo un sistema presidencial el jefe de Estado puede no requerir del apoyo congresal. Otra característica es que en el presidencialismo el poder ejecutivo está dirigido por un presidente que es electo popularmente y que funciona como jefe de ese poder. Pero en el semipresidencialismo se da un ejecutivo dual, representado por un presidente electo popularmente y un primer ministro elegido por el Parlamento.
En el presidencialismo el presidente no depende del Parlamento, en cambio en el semipresidencialismo la permanencia del gabinete y del primer ministro dependen de la confianza del Parlamento. En el semipresidencialismo la jefatura del gobierno y el Estado están separados, pero en el presidencialismo ambas se encuentran unificadas. En el presidencialismo existe un período fijo del mandato presidencial, pero en el semipresidencialismo se produce una flexibilidad de los mandatos. En el presidencialismo el gabinete depende exclusivamente del presidente, pero en el semipresidencialismo el gabinete es de exclusiva confianza del poder legislativo. Por tanto, existen razones justificadas para que el semipresidencialismo reemplace al presidencialismo y los escenarios de inestabilidad democrática cuenten con soluciones institucionales inmediatas para superar los escenarios de crisis política.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Bargsted et al. (2019). Participación electoral en Chile. Una aproximación de edad, período y cohorte. Revista de Ciencia Política, (1), 75-98.
Braun, R. y Koopmans, R. (2010). The Diffusion of Ethnic Violence in Germany: The Role of Social Similarity. Revista European Sociological Review, (1), 111-123.
Delamaza, G. et al. (2017). Socio-Territorial Conflicts in Chile: Configuration and Politicization (2005-2014). Revista ERLACS, (104), 23-46.
Medel, R. y Somma, N. (2016). ¿Marchas, ocupaciones o barricadas? Explorando los determinantes de las tácticas de la protesta en Chile. Revista Política y Gobierno, (1), 163-199.
Quitral, M. (2012). Estado, mercado y sociedad en el Chile de los noventa: ¿La herencia de un «modelo de modernización» autoritario? Revista Atenea, (56), 97-119. Recuperado de: https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-04622012000200007
Quitral, M. (2019). Crisis del Estado subsidiario y movimiento estudiantil chileno. Un análisis desde la teoría de framing. Revista LAJED, (31), 135-157.
Recuperado de: http://www.scielo.org.bo/scielo.php?pid=S2074-47062019000100006&script=sci_abstract
Saldaña, V. y Pineda, M. (2019). Confianza en instituciones políticas: factores que explican la percepción de confianza en Chile. Revista Temas Sociológicos, (25), 231-258. DOI: https://doi.org/10.29344/07196458.25.2169.